Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército de EE. UU. necesitó llegar desde el continente hasta los mares alrededor de Japón. Las pequeñas islas polinesias se fueron llenando de aeropuertos provisionales y, con estos, también de enlatados, ropas industriales, aparatos de diversos tipos; productos de la «civilización occidental» desconocidos para la población autóctona.
Terminada la contienda y eliminada la necesidad, las islas fueron abandonadas, casi de la noche a la mañana, por el ejército estadounidense y, con ello, dejaron de arribar las mercancías a las que los nativos se habían acostumbrado.
Decididos a hacer regresar aquella «prosperidad», usaron las pistas de aviones, se disfrazaron imitando a los controladores aéreos y los oficiales de aterrizaje y taxeo y, con palos, imitando las señales de estos, se paraban en las pistas a las horas usuales de llegada de las aeronaves, y simulaban todas las maniobras que habían visto hacer a los extranjeros. Creían que, imitando lo visto en gestos y atuendos, ahora como liturgia, traerían de vuelta lo que tanto anhelaban. A estas formas de particular adoración, los antropólogos terminaron llamándolas cultos de carga.
La idea de los cultos de carga fue retomada por el físico estadounidense Richard Feymann, premio Nobel, y uno de los físicos más pintorescos del siglo XX. Feymann se hizo conocido al gran público cuando ya era un consagrado en el mundo científico, por su participación decisiva en la comisión que investigó la explosión del transbordador espacial Challenger. El llamado informe Feymann, en realidad un anexo al oficial, terminó siendo esencial en describir las verdaderas causas del accidente. Toda esa historia fue llevada, en su momento, al cine.
Feymann usó la idea de los cultos de carga, ahora como metáfora, para describir aquello que se disfraza de ciencia, usa su lenguaje, se presenta como tal, pero, en el fondo, es una liturgia vacía de contenido que no puede, al final del día, hacer que aterricen los anhelados resultados de la verdadera ciencia. Hoy, para eso, se ha inventado un término: seudociencia.
Lo que diferencia a la seudociencia de la superstición u otras formas místicas, es que la primera no se reconoce como tal. Dedica una buena parte de sus esfuerzos a disfrazarse como ciencia y, por tanto, a pretender que sus afirmaciones estén respaldadas por evidencias objetivas, reproducibles y coherentes. Pero no es el caso. Escondidos tras el uso carroñero de la terminología científica, son capaces de erigir monumentales cortinas de humo que, lamentablemente, perduran en el tiempo y son muy difíciles de erradicar. Incluso, logran engatusar a sectores amplios de la población, incluyendo instituciones, decisores y organismos de los Estados y los gobiernos.
Vivimos en un mundo donde se acepta, con mayor facilidad, la mentira que no invita a la indagación, y da soluciones, como piedras filosofales, que los difíciles –y en la mayoría de las ocasiones, áridos– caminos de lo científico no siempre ofrecen.
Los cultos de carga, como metáfora, representan el triste escenario de una dramaturgia que pretende invocar una determinada realidad, sin capacidad para hacerlo.
Pero su práctica no se reduce a la seudociencia. También se esconde, de manera más perversa, en los entretelones de lo postmoderno, y ha terminado siendo parte del arsenal de herramientas que se usan con fines políticos reaccionarios.
Los demiurgos de esta nueva práctica mística del culto de carga se pueden encontrar con los más variopintos disfraces, pero todos pretenden invocar, como liturgia vacía, gestos, actos y textos del pasado, o del presente descontextualizado.
Esa práctica propia de influencia colonizada no es tan nueva. Hubo escritores que, «iluminados» por el autoexilio en la culta Europa, se disfrazaron de Milan Kundera isleños, y creyeron que, imitando el lenguaje del checo, podían invocar su nihilismo ferozmente creativo, para terminar siendo, por carecer –contrario a Kundera– de referentes genuinos, en una mala copia, en versión softporno, de Anäis Nin. Los pobres, los únicos tanques invasores que en Cuba pretendieron llegar a nuestras playas no pudieron, fueron hundidos en el Houston. Pasó en una isla donde el sentido arraigado de soberanía hizo, en su momento, a su líder, decirle a tirios y troyanos que el que pretendiera inspeccionarnos tendría que venir en zafarrancho de combate.
Invocadores de La Joven Cuba se lamentan de ser calificados como activistas políticos, prefiriendo ser conocidos como analistas e invitándose, ellos mismos, a ser voluntarios de la rama «demócrata» del partido del poder de la burguesía estadounidense.
Protestas que quieren emular la que recordamos como la de Los Trece, pero que no logran invocar igual respuesta, por faltar el contexto de neocolonialismo corrupto que provoca la primera. Imitaciones de huelgas de hambre, ahora del té y la lata de atún en el patio de la casa, de personas que reciben la paga del norte imperial. Lo intentan en un país donde uno de sus fundadores comunistas usó el ayuno hasta casi morir, como forma de lucha radical contra un asno con garras, capataz de los yanquis.
Cartas que se erigen en articuladoras, y que pretenden imitar el verbo y el dogma de otras escritas en la Europa oriental, y cuyos autores se disputan ser el Vaclav Havel tropical. Las escriben en un país que lleva 60 años, no solo dialogando críticamente todo lo que hace, sino, además, construyendo, en toda su complejidad y contradicciones, formas mejores de debatir para el bien de todos.
Llamados de añoranzas inducidas por la ausencia de paros feministas, en una invocación muenga de luchas justas en otros contextos. Lo pretenden, en una sociedad donde las mujeres, como crean, crecen, y lo hacen desde el sentido colectivo de pertenecer a un proyecto cuya meta es conquistar toda la justicia.
Actos performáticos del asesinato político que no ocurrió, torturas que no fueron, desaparecidos que no existieron, como si, con el efímero espectáculo, hicieran realidad sus obsesiones tarifadas en los centros de poder hegemónicos. Los montan en una isla donde los jóvenes se pusieron de frente a las balas para ser torturados, asesinados y desaparecidos en cuarteles de una tiranía ferozmente criminal, que gobernaba blindada por los mismos colonizadores de siempre.
En todos estos casos, el culto de carga, como gesto vacío, no puede superar aquello tan viejo que ya Marx caracterizaría, diciendo que la farsa se apodera de las segundas puestas en escena. Pero, al igual que la seudociencia, puede arraigarse medrando sobre nuestras carencias culturales y sociales, por lo que no podemos subestimar el demiurgo del culto de carga contrarrevolucionario.
Sus prácticas, también alimentadas en nuestras cortedades, tienen la capacidad de encantar, presentándose como verdades que no son, y practicando un refinado ejercicio de fuegos artificiales, para hacerse ver como ejercicio legítimo.
La lucha definitiva contra la irracionalidad restauradora de colonialismos, comprende, de manera esencial, desterrar nuestros propios cultos de carga, esos que ya han demostrado reiteradas veces que no funcionan, y que nos empeñamos en seguir practicando como liturgia vacía, a sabiendas de su futilidad, por puro hábito, conformismo, espíritu aldeano o ramplona mediocridad. Lo reaccionario, en política, no es solo lo que conscientemente se propone serlo, sino que comprende, además, lo que se niega a superarse dialécticamente, buscando avanzar.
A esta altura de la contienda ya sabemos que el ejercicio de hacer Revolución, necesariamente, incluye derrotar todos los cultos esterilizadores, los del enemigo y los propios. En ello nos va la vida.