
Cuando un sudoroso Richard Nixon sacó su pañuelo para secarse la frente, la suerte estaba echada. Era el primer debate presidencial televisivo de la historia. Poco se sabía entonces del impacto real que habría de tener la televisión, que hacía un tiempo había llegado a una audiencia de millones de espectadores, en el curso de unas elecciones presidenciales.
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