Sin aliento

MIAMI. “No puedo respirar”. Ese es el mantra del momento. George Floyd dijo esas palabras cuando la policía de Minneapolis lo estaba asesinando. Esas palabras probablemente también permanecerán en los labios de muchos de los más de 117 000 estadounidenses que hasta ahora han muerto por el nuevo coronavirus, sin aliento, con los pulmones devastados por una enfermedad que nuestro presidente describió una vez como una variedad de la gripe común.

En lugar de desaparecer, la COVID-19 está invadiendo nuevos territorios a pasos agigantados, ayudado por la prisa interesada del presidente por abrir el país, con la vana esperanza de que para noviembre pueda postularse para la reelección bajo el argumento de que ya se está recuperando la economía. Una serie de lamebotas lo ha ayudado en el esfuerzo ineludible de aumentar el riesgo para la población de esta plaga, con el gobernador de la Florida Ron DeSantis a la cabeza de la marcha de los lemmings (*) del Partido Republicano hacia el desastre.

No es de extrañar. Los epidemiólogos advirtieron acerca de esto. Y, parafraseando a Dylan, no es necesario ser epidemiólogo para saber a dónde va el virus. El 12 de junio, la jueza del condado de Harris, Lina Hidalgo, la funcionaria electa de mayor rango en Houston, dijo: “Quiero que la reapertura sea exitosa. Quiero que la economía sea resistente. Pero me preocupa cada vez más que podamos estar llegando al precipicio de un desastre”.

Sorprendentemente, nuestro truculento presidente ha sido tanto un facilitador de la brutalidad policial como una calamidad para la salud pública. En cuanto a la brutalidad policial, Trump desempeñó un pequeño papel al principio de su presidencia, cuando advirtió a agentes de policía que no tenían que molestarse en ser amables cuando detenían a ciudadanos y los metían en autos patrulleros. Es lamentable que un presidente dé permiso y aliente a la policía a abusar de sospechosos. Pero no fue la única vez.

Ahora, al final de su presidencia, está alentando la violencia represiva más que nunca, incluida la realización de manifestaciones de fuerza mediante el uso del ejército regular, la Guardia Nacional y el Servicio Secreto contra manifestantes pacíficos en las calles de la capital, la emisión de innumerables amenazas como “cuando comienza el saqueo, comienzan los disparos” y hablar acerca de “dominar la calle” y “recuperar Seattle”. Y en general  comportarse como un imbécil autocrático.

Por un momento, al ver los vehículos militares de transporte de personal rodando por las calles de Washington y los aviones volando por encima, recordé los viejos videos del golpe de estado de Pinochet en Chile, los tanques avanzando por Santiago, la fuerza aérea atacando el palacio presidencial.

La responsabilidad de Trump por la tragedia de la COVID-19 es aún mayor. La magnitud de su culpa por la muerte de decenas de miles de personas está clara cuando se compara el número de muertos aquí con el de países con líderes racionales. Dar la oportunidad a una enfermedad letal y altamente contagiosa para que cause estragos en la vida de los conciudadanos, incluidos, irónicamente, los 19 000 partidarios de Trump que están programados para aglomerarse en un salón interior en Tulsa, Oklahoma, es desmesurado. Arriesgar la vida de una persona tan sólo para escuchar los delirios y desvaríos del presidente indica que en este país no solo el ejecutivo en jefe es irracional.

No se puede culpar solamente a Trump por todo lo que está mal en este país. A largo plazo y mirando el panorama general, los factores estructurales y culturales como la desigualdad, el racismo sistémico, el hiperindividualismo estadounidense e incluso el azar influyen en la historia más que los “grandes líderes” como Churchill y Napoleón, acerca de los cuales  leemos en la escuela primaria. Pero el liderazgo cuenta. ¿Es una coincidencia que los dos países en este hemisferio que peor están manejando el coronavirus, Estados Unidos y Brasil, estén encabezados por arrogantes y autoritarios fanfarrones?

La ideología también cuenta. Trump y Bolsonaro son grandes defensores y practicantes de lo que un expapa llamó “capitalismo salvaje”, el capitalismo del hombre como lobo del hombre que prevaleció en el siglo 19 durante la época de Dickens y Marx, y domina cada vez más en la actualidad. Esa época proporciona un precedente para el efecto venenoso del hipercapitalismo sobre la supervivencia humana durante una crisis. En el momento de la hambruna de la papa, los británicos podrían haber salvado a millones de irlandeses del hambre masiva y una emigración desesperada, pero se apegaron rígidamente a la ideología del capitalismo salvaje, en virtud del cual Irlanda se vio obligada a continuar exportando una gran cantidad de alimentos al mercado británico mientras que los irlandeses morían de hambre.

El racismo también cuenta. La marca del racismo está claramente estampada en nuestras dos crisis actuales, el patrón de asesinatos policiales y la demografía de la muerte de la COVID. También desempeñó un papel en la crisis irlandesa. El funcionario británico encargado de manejar la cuestión irlandesa durante el tiempo de la hambruna escribió que el tizón de la papa era un regalo divino, porque reduciría la población irlandesa.

Los países tienen los líderes que se merecen, dice un refrán. ¿Tienen los países las tragedias que se merecen? ¿Cómo es que un país que ha producido más ganadores del Premio Nobel que ningún otro puede elegir a un hombre tan asombrosamente ignorante que cree que hay una vacuna contra el SIDA, que la medicina contra la malaria es un buen tratamiento para el COVID-19, que inyectar desinfectante podría limpiar los pulmones de los pacientes de coronavirus y un millón de otras estupideces y absurdos? Lo más irritante de todo —si se puede confiar en Trump—  es creer que él sabe más acerca de enfermedades infecciosas que Anthony Fauci, más acerca de la guerra que los generales, y ha hecho más por los afroestadounidenses que nadie, con la posible excepción de Lincoln. Delirios tan grotescos son asunto de psicóticos que se creen ser Julio César.

Anoche, viendo un informe de la BBC, creo que vislumbré una respuesta. Montana está llena de partidarios de Trump, patéticos patriotas que no pueden ver más allá de sus narices blancas como un lirio. Les gusta Trump porque “se preocupa por nosotros, aquí en el corazón del país”. Dudo que esa sea la razón principal. El racismo que teme que la inmigración arruine su estado blanco monolítico tiene más que ver con eso. Y, de todos modos, ¿cómo puede alguien creer que un citadino narcisista y multimillonario como Trump se preocuparía por los ganaderos de Montana? ¿Y puedes imaginar a Melania, tan aficionada a la alta costura, en el estado del Gran Cielo?

Nunca estuve seguro si podía creer en la observación de Marx acerca de “la idiotez de la vida rural”. Ahora sí.

Una nueva encuesta de la Universidad de Chicago muestra que solo el 14 por ciento de los estadounidenses se sienten muy contentos, el porcentaje más bajo en décadas. La buena noticia es que al menos el 86 por ciento de las personas no han perdido completamente el contacto con la realidad. Porque este es un momento miserable en Estados Unidos: Trump,  COVID, racismo sistémico letal, depresión económica. ¿Cómo alguien puede ser feliz?

Bueno, tal vez tendremos una elección pasablemente honesta en noviembre, a pesar de los trucos sucios predecibles del Partido Republicano, y de todos los “cabrones ignominiosos” (como diría Quentin Tarantino) que nos gobiernan ahora tendrán un monopolio diferente al de la riqueza y el poder e ideología que tienen hoy. Un monopolio de la infelicidad.

En la noche de las elecciones de 2016, cuando supe temprano en la mañana que Trump sería presidente, decidí aguantar la respiración durante los siguientes cuatro años. No he podido hacerlo. El hedor fétido que emana constantemente de Trump y sus compinches podría despertar a una momia de tres mil años. Pero, en noviembre, creo que podré respirar de nuevo.

(*) Existe el mito de que estos roedores de la tundra ártica se suicidan en masa arrojándose al mar como parte de un mecanismo de autorregulación de la naturaleza. Actualmente, la comunidad científica rechaza la hipótesis. (Nota del traductor.)

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